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@anaprieto

Viaje al museo de Stalin

Igor conduce en silencio porque no sabe español ni tampoco inglés y yo soy también una acompañante silenciosa porque desde luego no sé hablar georgiano. Solo los habitantes de la república de Georgia, al sur del Cáucaso, lo hablan, y algunos miles en Turquía y otros tantos en Irán. Lo hablan también el medio millón de georgianos que vive en el extranjero, y algunos estudiantes aplicados en todo el mundo. Es una lengua anciana y única, con raíces que se pierden cientos de años antes de Cristo. Por suerte Igor tiene en la guantera un diccionario de expresiones. Y pude decirle: “bodishi, ar vitsi kartuli” (lo siento, no hablo georgiano) y romper el hielo y hacerlo reír. Lo cierto es que no le hace mucha gracia llevarme donde me está llevando. Además, llueve.

Al dejar atrás el centro de Tbilisi, la capital, pasamos por un monoblock gris y estropeado, en el que la ropa colgada en más de veinte balcones se empapa sin remedio. Allí viven refugiados de Abjasia, territorio que quiso separarse de Georgia cuando Georgia se había independizado de la Unión Soviética, hace poco más de veinte años. La autonomía de Abjasia es solo reconocida por Rusia, Nicaragua, Venezuela y tres islas del Pacífico Sur.

Unos treinta minutos después pasamos por una llanura repleta de casitas angostas de una planta y techo rojo. Tal vez superan el millar; no puedo hacer el cálculo porque no he visto nunca un campo de refugiados. Pero estos refugiados son más recientes: viven en ese páramo impensable desde la guerra de Osetia del Sur en 2008, después de que el presidente de Georgia, Mikheil Saakashvili, enviara una sorpresiva ofensiva militar al territorio con la intención de recuperarlo (como los abjasios, los sur osetas declararon una independencia no reconocida, cuando el mapa de la región soviética se desmembraba). El intento de Saakashvili y la respuesta rusa resultaron en la destrucción de la capital de Osetia, en el desplazamiento de más de veinte mil residentes georgianos, y en el bombardeo y ocupación de la pequeña ciudad georgiana de Gori.

Y es a Gori donde vamos. No por aquellos bombardeos de 2008, de los que ya casi no queda rastro evidente, sino para visitar un edificio que honra la vida de un hombre sin el que los destinos de Georgia, de Abjasia, de Osetia del Sur y de buena parte del mundo habrían sido muy distintos. El lugar al que a Igor no le hace mucha gracia llevarme es al museo de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin. En Gori no son pocos los que se enorgullecen de su ciudadano más famoso. En el resto de Georgia, no son pocos los que quisieran cerrar el museo para siempre.

El edificio es inmenso y construido con la impronta arquitectónica de lo que se llamó “clasicismo socialista”, y una dosis pomposa de “gótico estalinista”, un estilo que prosperó en Moscú entre 1947 y 1953, como la respuesta soviética a los rascacielos norteamericanos. Sus terminaciones ampulosas y puntiagudas no encajan con el paisaje chato y despojado de la ciudad de Gori. Podría pasar por un palacio y la pregunta poco informada que hago al pagar es qué era antes. La muchacha me mira perpleja: “siempre fue el Museo de Stalin”, dice extendiendo mi ticket, y señalando hacia la escalera de mármol por la que debo apurarme si no quiero perder la visita guiada de Olga.

Subo por esos peldaños señoriales forrados con una alfombra rojo oscuro, sin apartar la vista de la estatua que me espera en el descanso. Stalin gigantesco, con su famosa expresión satisfecha y una mirada hacia lo que solo podría describirse como “lejos”; la Unión Soviética, Europa, el mundo. Lejos.

Encuentro a Olga y al grupo de visitantes: un israelí, un austríaco, un alemán y un paraguayo. “¡Es la tarde latinoamericana!” exclama Olga. Es baja, rellena, y viste zapatos rosa, falda rosa, pullover rosa y chaqueta rosa. Con un puntero -también rosa-, explica las fotografías. Gran parte del patrimonio del Museo consiste en paneles con fotos originales. Estamos frente al del Sóviet Supremo y el puntero de Olga señala a Mijaíl Kalinin, su primer presidente. Ya me habían advertido acerca de la parcialidad de las informaciones que proporcionan los guías, y deseo que lleguemos a la única fotografía de León Trotsky. Con tono escolar, Olga dice: “Antes un líder del Partido, Trotsky fue deportado en 1929, y asesinado en México en 1940, por un agente de la NKGB, que en ruso significa “Comisariado Popular para la Seguridad Estatal”. Lo que Olga no dice es que la NKGB fue el formidable órgano represivo de la era estalinista, a cargo de la policía común, las tareas de espionaje, y también responsable de la “Dirección General de Campos de Trabajo”: un eufemismo para nombrar a los gulags, esos presidios infrahumanos de trabajo forzado y ejecución masiva.

Olga señala a miembros del Partido que cayeron como moscas, uno tras otro: “Gregory Zinoviev, arrestado y fusilado”, “Alexei Rykov, también arrestado y fusilado”, “Genrikh Yagoda, después arrestado y fusilado”. ¿Por qué, cómo, quién dio la orden? Fue Stalin, pero Olga no lo aclara. Sí dice: “de 1930 a 1953, cerca de cuatro millones de personas fueron arrestadas en la Unión Soviética por razones políticas. Unas 300 mil fueron asesinadas y el resto enviada a prisiones. Lamentablemente muchas murieron por las malas condiciones y el trabajo duro”. La hambruna planificada por Stalin en territorio ucraniano entre 1932 y 1933 no se menciona. Su pacto con Hitler, de 1939, tampoco. En cambio tiene un lugar privilegiado su asistencia a la Conferencia de Yalta con Roosevelt y Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.

Llegamos a la familia y la infancia de Stalin, a quien llamaban, cariñosamente, “Soso”. Su padre zapatero, su madre campesina, su primera esposa, y Yakov, su primer hijo, capturado por los alemanes en 1941. Hitler ofreció a Stalin intercambiar a Yakov por Friedrich Paulus, mariscal de campo apresado tras la Batalla de Stalingrado. Olga yergue la cabeza para parafrasear la respuesta de Stalin: “La guerra es la guerra. Todos los soldados son mis hijos. ¿Qué le diría yo a otros padres? No cambiaré a un soldado por un mariscal”. Yakov murió en el campo de concentración de Sachsenhausen en 1943.

El árbol genealógico de “Soso” llega a nuestros días: su nieta Ekaterina Zhdanov vive en Kamchatka, y Olga Peters, media hermana de Ekaterina y veinte años menor, vive en Estados Unidos. Yevgeny Dzhugashvili, hijo de Yakov, vive en Tibilisi, y a diferencia de sus primas, se ha desvivido por defender el legado de su abuelo: en 1999 fue parte del llamado “Bloque Stalin” en las elecciones de la Duma, y en 2009 y 2010 demandó por difamación a dos medios rusos que habían publicado documentos que mostraban la firma de Stalin en órdenes de ejecución de civiles.

Entramos a una gran habitación circular, con un pedestal en el centro sobre el que reposa una máscara mortuoria de Stalin, en bronce. Olga explica que existen doce, y que cada una es un diez por ciento más pequeña que la inmediata anterior. Poco se sabe del resto, pero en enero pasado fue noticia la subasta de una de ellas en Inglaterra.

Seguimos a la sala de sus objetos personales y de los regalos que recibió de decenas de países al cumplir setenta años en 1949. Dieciséis vitrinas. La primera contiene su famoso tapado militar, sus botas, su pipa, sus lentes. Durante la guerra de 2008, no bien empezaron los bombardeos rusos sobre Gori, el director del Museo, Robert Maglakelidze, tomó lo que pudo y escapó en un taxi hacia Tbilisi. Entre los objetos que quiso salvar, estaba el contenido completo de esa primera vitrina.

Bajamos por unas escaleras laterales y atravesamos un pasillo angosto que desemboca en dos pequeñas salas contiguas. La primera es la reproducción de una sala de interrogatorios con mobiliario original. La segunda contiene la réplica de una celda, y listas, fotografías y ropas de ciudadanos de Gori que fueron enviados a Siberia. Este espacio es una novedad que la administración del museo concedió incorporar en 2010, después de aluviones recurrentes de críticas. Es fácil descubrir cómo se construye el relato museístico de una institución que recibe decenas de miles de visitantes al año: se separa la represión de su instigador, como si éste no hubiera sido su causa, sino una contingencia.

“Y ahora vamos a ver la casa en la que nació Stalin”, dice Olga. La acompañamos fuera. Ella abre un paraguas rosa, nosotros nos empapamos.

Frente al museo, en medio de un parque, se levanta la casita diminuta y pobrísima en la que Stalin nació. Los muebles son originales y fueron donados en 1936 por Ketevan Geladze, su madre, cuando la casa fue declarada museo por el Comité Central del Partido Comunista. En 1957, cuatro años después de la muerte de Stalin, se inauguró el edificio del que acabamos de salir. Y en 1985, se trajo desde Rusia su vagón personal. “No le gustaba volar, iba a todas partes en su tren”, cuenta Olga.

Un compartimento para su guardaespaldas, otro para su secretario, y su compartimento personal, con baño. “Qué raro ver el baño de Stalin”, dice el austríaco. Una sala de reuniones, un comedor, un telégrafo y un sistema simple de aire acondicionado.

Vuelvo al auto de Igor, que me ha esperado haciendo crucigramas. Enciende el motor y avanzamos por la avenida Stalin para salir de Gori. Al frenar en un semáforo veo a través de la lluvia un graffiti que dice “Soso”; un recuerdo de ese apodo cariñoso con el que llamaban al niño Stalin. Se lo señalo a Igor. Estoy segura de que querría decirme muchas cosas. Pero solo suspira y eleva los hombros antes poner primera.

Una versión de este artículo fue publicado en Revista Viva.