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@anaprieto

Los viajes de una chica rara

A Annemarie Schwarzenbach suele encontrársela buscando otra cosa: los libros de Klaus Mann, la vida de Carson McCullers, registros fotográficos de la Gran Depresión. No hace más de una década que sus libros se traducen al inglés, al francés, al italiano y al castellano. No hace más de cinco años que sus fotorreportajes circulan en exhibiciones europeas y norteamericanas. Schwarzenbach no era una gran promotora de sí misma; su belleza andrógina y su mirada punzante y triste hacían buena parte del trabajo. Donde entraba despertaba fascinación. Había nacido en 1908 y su familia era una de las más ricas de Suiza. Su madre, Renée, solía recibir en su amplio living a figuras como la Infanta de España y Toscanini. Su padre, Alfred, heredero de la Ro. Schwarzenbach & Co., fabricaba y exportaba seda y en las navidades le regalaba a los obreros un gran retrato de sí mismo, para que no llegasen a olvidar nunca, en la intimidad de sus hogares, a quién tenían que agradecer por el pan cotidiano. Desde chica, Annemarie rechazó el espléndido futuro de lujos y comodidad en la siempre neutral Suiza. Cuando llegó a la adolescencia, la familia pidió una consulta con un médico de Zurich a causa de su "rara" conducta. Pero tras algunas entrevistas, Carl Gustav Jung desistió de cualquier tratamiento sin dar mayores explicaciones. Tiempo después, una seguidilla de psiquiatras firmaría papeles de internación con un veredicto terminante: esquizofrenia.

Nunca sabremos qué tan preciso era en realidad aquel diagnóstico. A cien años de su nacimiento, Annemarie Schwarzenbach sigue siendo un enigma en muchos sentidos. El testimonio literario que dejó atrás, sin embargo, es más el peculiar y doloroso resultado de una época que el producto de una mente turbada. Sólo escribiendo encontró un atisbo de lo que ella entendía por libertad, revelado sobre todo en las pocas convenciones con que abordó formalmente la literatura. Fue libre para elegir qué contar y cómo, para ensamblar confesiones íntimas con ficción pura, la crónica con la lírica, para acercarse, de la mano de nadie, a lo que luego recibiría el nombre de "novela de no ficción". Y nunca dejó de escribir, a pesar de la tibia recepción del público, que no entendía cómo alguien elegía narrar los turbios vericuetos personales en lugar de la imperante realidad social. Y nunca soltó la pluma a pesar de las críticas no siempre felices de su amigo más querido, Klaus Mann.


Los niños terribles

"Si usted fuese un hombre, debería ser declarado excepcionalmente hermoso", le dijo Thomas Mann a Annemarie en una sobremesa. Había conocido a sus hijos Klaus y Erika en 1930 y su amistad marcaría durante años el rumbo de su vida. Los hermanos eran parte del corazón explosivo de la cultura de Berlín: por extensión disfrutaban del prestigio y dinero de su padre, y por medios propios (él escritor, ella actriz) eran famosos en los círculos de jóvenes progresistas. Annemarie se enamoró, de una vez y para siempre de Erika, que no correspondió nunca ese amor, y le reprochaba no tomar partido en la convulsionada Alemania. "Yo no soy nazi, Erika", le decía, pero le resultaba difícil justificarse cuando su familia mostraba abiertas simpatías por el régimen, y su madre, emparentada con los Von Bismarck, había conseguido que el cabaret literario de Erika fuese cancelado en Zurich.

Con Klaus era distinto: compartían la adicción a la morfina, el desasosiego y el ansia de ser valorados. Cuando los hermanos partieron rumbo al exilio, Annemarie les enviaba trescientos francos al mes, y financió la revista Die Sammlung, que fundó con Klaus en Amsterdam para "dar a conocer los talentos del exilio al público europeo". Allí escribieron Jean Cocteau y Bertolt Brecht,. Aparte de la errata editorial, por la que Annemarie no aparece en el índice onomástico, resulta curioso que en Cambio de rumbo, la autobiografía de Klaus Mann, solo figuren como patrocinadores del proyecto André Gide, Aldous Huxley y Heinrich Mann. Tal vez la omisión haya sido una forma de proteger a Annemarie, quien se sumó por propia voluntad al grupo de exiliados alemanes, perdiendo así el permiso de residencia en el Tercer Reich.

"La princesa Miro", como la llamaban, los siguió a Holanda, Inglaterra, Rusia, Francia, España y finalmente a Nueva York. Pero intercaló esos encuentros con períodos de desintoxicación, un intento de suicidio, y prolongadas estadías en Medio Oriente, especialmente en Persia. Allí afianzó su carrera periodística, trabajó como arqueóloga, y se casó y convivió fugazmente con un diplomático francés que, a pesar de su velada homosexualidad, se había enamorado de ella. La novela Muerte en Persia, terminada en 1936, es el testimonio de lo que Annemarie buscaba en esa vasta tierra ajena. En ella escribe abiertamente sus miedos y sentimientos de culpa, su homosexualidad, la posibilidad de que sus viajes, tan lejanos y oscuros, fuesen nada más una forma de apartarse de quienes la criticaban por no "pasar a la acción", como Erika, o por hacerlo, como su madre. Con una dotada pluma para la descripción poética, el desolado paisaje iraní se convierte en el singular retrato de sí misma.


Partidas y regresos

"Supe que su rostro me perseguiría hasta el final de mi vida", escribió Carson McCullers, tras conocer a Annemarie en Nueva York en 1940. La joven autora de El corazón es un cazador solitario  se convenció de que la efébica suiza era su alma gemela y su destino. Por tercera vez Annemarie se instalaba en Estados Unidos y su vida estaba desarmada. Se había distanciado de los Mann a pesar suyo: Klaus vivía sus propias depresiones y Erika, harta hacía tiempo de las borracheras y debilidades de su amiga, viajaba por Estados Unidos dando conferencias sobre el desastre europeo. Annemarie había ganado fama como fotorreportera para medios suizos en los tres últimos años: su pasaporte diplomático le abrió las fronteras y le permitió ver las miserias de la Europa ocupada, y su vocación de viajera le mostró la cara non grata de la tierra de las libertades: narró el cierre de fábricas, la lucha sindical, el racismo. Enfureció a sus padres cuando uno de sus artículos describió las protestas obreras frente a la fábrica de Pennsylvania que pertenecía a los Schwarzenbach. Pero 1940 fue su año más terrible y excesivo: bebía, se drogaba, escribía poco, le daba señales ambiguas a McCullers y mantenía un amor atormentado con la rica exiliada alemana Margot Von Opel, a quien, en un brote psicótico, intentó estrangular. Su padre murió y Annemarie, agobiada por la culpa y la desesperación, intentó suicidarse. La internaron, se escapó, la encerraron de nuevo, hasta que su hermano Freddy logró sacarla del sórdido hospital Bellevue y embarcarla hacia Europa, desterrada de Estados Unidos para siempre.

En Suiza, su madre no quiso recibirla y Annemarie se fue tan lejos como pudo, al Congo Belga. En Leopoldville le retuvieron el pasaporte y la comunidad colonial la tomó por una espía nazi. Deprimida y sola, se adentró en la selva virgen y vivió dos meses en los que, por primera vez, no sacó ni una foto. De vuelta a la ciudad se encerró en su prosaica cabaña y escribió de un tirón 400 páginas, una novela que después devendría en poema y que no terminaría. Al poco tiempo le dieron permiso para irse.

Se instaló en la casa de Engadina, Suiza, que su padre había alquilado durante años para ella, y que gracias a una herencia, al fin podía comprar.  Corría el año 1942. Carson le había dedicado su segunda novela, Reflejos en un ojo dorado, Klaus se alistaba en el ejército aliado y Erika se había convertido en corresponsal de guerra. Annemarie, limpia ya de las drogas, retomaba la correspondencia con su marido y sus amigos y se preparaba para pasarse una temporada como reportera en Portugal.

Una mañana de septiembre pidió prestada una bicicleta para dar un paseo corto. En ese paisaje sin bombas ni desiertos ni fábricas cerradas, una piedra se interpuso en el envión de las ruedas y su cabeza golpeó contra el suelo. Recobró el sentido días después. Su madre vio despertar a una hija que no la reconocía, que había perdido la capacidad para hablar, mirar y caminar y que quedó postrada hasta su muerte, el 15 de noviembre. Renée quemó todas sus cartas y diarios pero no se atrevió a tocar sus textos, que terminaron en oscuros archiveros suizos hasta 1987, cuando el interés de Roger Perret, un estudioso de Ginebra, los sacó del olvido. Y Annemarie Schwarzenbach, cuya conciencia se diluyó antes que su voluntad de vivir, volvió con sus manuscritos de un viaje emprendido demasiado pronto.