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@anaprieto

Georgia, el paraíso de dios en la Tierra

Dice la leyenda que cuando Dios repartió tierras entre los pueblos del mundo, los georgianos llegaron tarde por entretenerse en uno de sus ya entonces célebres banquetes. Para excusarse con el todopoderoso, le dijeron que habían estado brindando a su salud y lo invitaron a sumarse al festín. Dios se divirtió tanto que decidió regalarles la última porción de tierra que quedaba y que se había reservado para sí. Por eso, dicen, Georgia es lo más parecido que el mundo tiene al paraíso, y por eso también Dios se quedó sin casa y tuvo que ascender a los cielos.

Los georgianos muy pronto sabrían que esa casa al sur del Cáucaso era un regalo tan bello como peligroso: a lo largo de los siglos no pocos la han codiciado. En orden cronológico, Georgia fue asolada por persas, árabes, mongoles, por las terribles tropas de Tamerlane, una vez más por persas, luego anexada al Imperio Ruso y finalmente a la Unión Soviética.

Y es que una de las claves para comprender ese paraíso en la tierra es la palabra “estratégico”. Tiene una amplísima costa en el Mar Negro, una cadena montañosa que la protege de los crueles inviernos de sus vecinos, una amplitud climática que favorece cultivos de lo más diversos, entrañas repletas de oro, manganeso y carbón, y una posición geográfica que linda con Armenia y Azerbaijan y los enormes territorios de Rusia y Turquía. Fue uno de los centros más vitales y multiculturales de la Ruta de la Seda, un sitio al que Alejandro Dumas y Alexander Pushkin iban a disfrutar los mejores baños de azufre del mundo, y también, según la mitología griega, el país al que Jasón y los Argonautas fueron a buscar el vellocino de oro, protegidos por la iracunda y hermosa Medea. Es probable que en esas tierras se haya inventado el vino: hay registros de viñedos domesticados desde el neolítico y vasijas antiquísimas que templaban la bebida bajo tierra. Y si de hitos hablamos, Georgia es también la cuna de uno de los mayores tiranos de la historia moderna: Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin.

A sus poco menos de 5 millones de habitantes suele considerárselos a la vez como ciudadanos de Europa, de Asia, de esa ambigua disposición llamada Eurasia, de la ex Unión Soviética o más exactamente del Cáucaso. Lo cierto es que no les ha sido nada fácil preservar su idioma –único en el mundo-, su cocina tradicional –presente en cada restaurante-, sus danzas acrobáticas, sus coros polifónicos y sus muy precisas creencias religiosas. Pero lo han conseguido. Y quizá buena parte de la energía necesaria para resurgir de eras difíciles se ha nutrido de su mutua pasión por la música, la literatura, la cocina y el vino. Georgia es un país de profundas raíces culturales, de veneración compartida hacia sus artistas vivos y muertos, y de gran aprecio por la compañía y la buena mesa. Y sus habitantes están más que orgullosos de ser considerados, a secas, georgianos.

 

La tierra cálida

Para aludir a la calidez, los georgianos dicen “tbili”; de ahí el nombre de la capital del país: Tbilisi, que fundó el rey Vakhtang Gorgasali en el siglo V, tras quedar fascinado por los afluentes de aguas hirvientes, sanadoras y sulfurosas que emergían de los suelos, y que todavía hoy son una de las mayores atracciones del lugar.

Pero antes de hundirse en esos magníficos baños de azufre, el viajero debería aprender cómo retribuir la verdadera calidez del país, que se aloja en la gente. “Muchas gracias” se dice “didi madloba”, con pronunciación esdrújula: “mádloba”. Con eso pasará por las calles, restaurantes y tiendas de esa ciudad de millón y medio de habitantes sin demasiada dificultad. Poca personas hablan inglés, pero la hospitalidad no conoce de lenguas, y el visitante se encontrará muy pronto en situaciones en las que deseará agradecerla.

La simpatía georgiana a la que Dios no pudo resistirse se comprueba no bien uno llega al Tbilisi International Airport. Seguramente será de madrugada; los horarios de despegue y aterrizaje son incómodos, por no decir inverosímiles: 4 am, 3 am, 5 am. Pero no importa que no se comparta la lengua ni el cansancio: con un mapa y poco dinero (la moneda se llama “lari”), bastará para tomar un taxi y llegar a destino. La antipatía hacia el extranjero mudo y gesticulador no existe, pero sí se apreciará enormemente que uno se baje del vehículo de turno diciendo “didi madloba” o se suba con el saludo “garmajoba”. También se aceptarán frases en ruso. Hasta la caída de la Unión Soviética, el ruso se enseñaba en los colegios como segunda y obligatoria lengua y prácticamente todo el país, salvo los muy jóvenes, lo manejan fluidamente. Hoy es un idioma electivo y la mayoría de los estudiantes está volcándose al inglés.

Tbilisi –que algunos llaman “la París del Cáucaso”- no es una ciudad enorme pero sí una repleta de secretos. Un buen lugar para empezar a recorrerla es la central avenida Rustaveli (llamada así por el poeta del siglo XII, Shota Rustaveli), que despunta en plaza Libertad y culmina, kilómetro y medio al norte, en la calle Kostavas (otro poeta). La plaza consiste en una gran rotonda de cuyo centro emerge una columna de granito de cuarenta metros coronada por la figura dorada de San Jorge dando muerte al dragón. Se trata de un monumento de bronce revestido por cinco kilos de oro puro y construido en el año 2006. No es precisamente conmovedor estar ante una efigie tan reciente, pero todo cobra sentido si se tiene en cuenta que buena parte de la historia política de Georgia se ha escrito –a veces con sangre- desde allí. La plaza se fundó en tiempos de la Rusia Imperial con el nombre de Erivan, en honor a una de las victorias del zar Nicolás I. Después de la Revolución Rusa de 1917 Georgia tuvo un breve período de independencia hasta que en 1921 fue anexada a la Unión Soviética. La plaza pasó a llamarse Lenin, y se levantó en su centro una gigantesca estatua de piedra con la mano derecha del líder de la revolución erguida hacia el vasto territorio ruso. En 1989 se aspiraban aires emancipadores en Georgia, con masivas demostraciones antisoviéticas: se rebautizó a la plaza con el nombre de “Libertad” y al año siguiente se desmanteló aquel monumento. La independencia llegó en abril de 1991, y siguieron tiempos oscuros, con guerras en las regiones de Abjasia y Osetia del Sur -aún hoy territorios independientes de facto-, y violentas luchas civiles alrededor de esa explanada tan concurrida y tan moderna que es hoy la plaza Libertad.

Los georgianos que evocan esos años describen la zona como una alfombra de casquillos de balas, pero también como la promesa de mejores tiempos, pues en 2003 fue el epicentro de la pacífica “Revolución de las Rosas” que terminó con el corrompido gobierno de Eduard Shevernadze. Contemplar la plaza es contemplar la impronta de dos siglos de historia tumultuosa.

 

Un paseo por Rustaveli

Tbilisi está enmarcada por frondosas colinas que la rodean como un anfiteatro, y eso debe propiciar cierto efecto de Coriolis que hace que una y otra vez uno desemboque en la avenida Rustaveli. Como cualquier vía principal, contiene buena parte de la vida cultural, política y religiosa de la ciudad. No así la gastronómica; los fabulosos platos georgianos se deslucen en esta calle de comidas rápidas y bares estrechos, y no es la más recomendable para apreciar la verdadera cocina del país.

En cambio sí lo es para visitar museos, comparar arquitecturas y comprar artesanías (espadas, muñecos con trajes de todas las regiones de Georgia, cazos de barro para tomar vino, instrumentos musicales y libros de cocina). También lo es para explorar pasajes: Rustaveli está surcada de pasillos oscuros que conducen a vecindarios escondidos en el medio de la manzana, o conglomerados de tiendas. Hay que atravesar para descubrir: buena parte de lo que ocurre Rustaveli no se ve desde la avenida.

Algunos hitos: el Museo Nacional en Rustaveli 3, con su colección arqueológica de joyas en oro y plata macizos que precede en miles de años a la era cristiana y lo hacen sentir a uno cerca de la eternidad. En el primer piso y frente a enormes y ancianas vasijas, se esfuma cualquier duda acerca de los georgianos como primeros productores mundiales de vino. El reciente “Museo de la ocupación soviética” ocupa la planta superior, y su colección de fotografías, documentos y el relato pormenorizado de eventos -no siempre traducidos al inglés- se reparte alrededor de la reproducción escalofriante de una sala de interrogatorios.

Frente al museo, hacia el noroeste, se despliega el edificio del Parlamento. Seguramente el visitante quiera cruzar la calle para ver mejor su impresionante pórtico de toba volcánica, levantado por prisioneros alemanes de la Segunda Guerra Mundial, y nos vemos en la obligación de pedirle que tenga cuidado. Sonará raro pero en las quince cuadras que tiene Rustaveli (algunas largas, algunas cortas, otras arqueadas), solo hay un semáforo, a la lejana altura del barrio residencial de Vere. Y tan cierta como la simpatía de los georgianos, es su osada manera de conducir. El uso del cinturón de seguridad se convirtió en ley recién en el año 2011, lo que disminuyó el índice de heridos pero no el de accidentes. Así que lo mejor es no imitar a los peatones que se envalentonan por cualquier parte de la avenida no bien el flujo de automóviles hace una pausa. En Rustaveli hay pasajes subterráneos cada trescientos metros que llevan al otro lado. Esos pasillos húmedos y oscuros son verdaderos paseos de compras, con zapaterías, joyerías, papelerías, kioscos y librerías ambulantes.

En Rustaveli 9 se yergue la famosa iglesia ortodoxa de Kashveti, construida en 1910 sobre los restos de la original, que databa del siglo VI y fue fundada por Davit Gareja, uno de los padres espirituales de Georgia. Por su ubicación, la iglesia casi nunca está vacía, y es común ver a las personas que pasan por su vereda persignándose tres veces, y a mujeres con el cabello cubierto por pañoletas entrando con inciensos.

Kashveti es apenas una de las decenas de iglesias que se desparraman por todo Tbilisi. Cualquiera diría que los georgianos sintieron culpa por haber dejado a Dios sin techo, y que por eso le dedicaron tantos templos. Enmarcando las suaves colinas, apretadas entre las viejas casonas de los barrios residenciales, avistadas a lo lejos en las rutas hacia los cercanos poblados de Mtskheta o Gori, las iglesias ortodoxas de Georgia son tan naturales como el río Mtkvari, que atraviesa la ciudad. Incluso quienes no practican el culto y creen que el Patriarca Ilia II es una figura retrógrada con demasiado poder, serían incapaces de negar el potente lazo entre identidad y religión. Coaccionadas durante siglos, las hermosas iglesias de cúpula circular de Georgia, algunas cimentadas en el siglo V y todavía en pie, son una verdadera metáfora de la supervivencia y obstinación de este pueblo.

El Teatro Nacional es otra celebridad de Rustaveli: una delicia neoclásica de fines de 1800 que aloja al anual y muy concurrido Tbilisi International Festival of Theatre. En su hall central siempre hay exposiciones de trajes y escenografías de las últimas producciones.

La Academia de Ciencias, de típica arquitectura estalinista es otra referencia citadina, con grandes y pomposas arcadas y una torre que se distingue a lo lejos. Aquí la avenida se bifurca: a la izquierda aparece la plaza Rustaveli, con un monumento al poeta, la estación de metro y el primer McDonald’s que se fundó en Georgia. El local fusiona de manera algo grotesca la arquitectura soviética con la tipografía fosforescente de la cadena de hamburguesas, resumiendo parte de la despareja y aún breve absorción de los íconos de la cultura occidental.

A la derecha se verá la cúpula azul del nuevo hotel Radisson Blu, que se construyó tras la demolición del viejo hotel Iveria, en el que durante años vivieron refugiados georgianos de Abjasia. La explanada que linda con el hotel –y desde la que se tiene una visión privilegiada del río Mtkvari- se abre hacia la calle Akhvlediani (allí vivió la gran pintora Elena Akvlediani), con bares y pubs muy animados, que sirven bocados locales a pesar de tener nombres como Buffalo Bill, Dublin, Maharajah y Old London. Sobre esa callecita hay también casas de cambio con algunas de las mejores tasas de la ciudad.

Al límite entre el centro y los barrios de la zona norte lo marca el redondo, moderno y muy activo edificio de la Filarmónica. Es la sede habitual de espectáculos de danzas populares, que combinan sensualidad, disciplina y verdaderas habilidades acrobáticas sobre un fondo que recorre las quince tradiciones musicales de Georgia, incluyendo sus coros polifónicos masculinos, iniciados en el siglo IV.

 

El viejo Tbilisi

Una vez que se tiene claro dónde empieza y termina Rustaveli, dónde está el dorado monumento a San Jorge y de qué lado corre el río Mtkvari, lo mejor que puede hacer uno en Tbilisi es perderse. En el año 2011, además de la imposición de los cinturones de seguridad, Georgia fue reconocido como uno de las países más seguros de Europa, así que caminar sin rumbo de noche y de día no requiere mayores precauciones que las corrientes.

Lo que sí demanda son piernas descansadas y ganas de perderse no solo en las calles empinadas sino en el tiempo y el lenguaje. Si en Rustaveli había cierta profusión de letreros en inglés, en los barrios el bilingüismo se diluye casi por completo, salvo en academias escondidas y los edificios que llevaron adelante algún quehacer político, y que muestran arrumbadas inscripciones en ruso.

Las callecitas son tortuosas y se les nota centenarios remiendos. Por estos lados no ha pasado el cincelado de la restauración edilicia. Allí transcurre la cotidianidad de los habitantes de Tbilisi: entre apretadas casas del siglo XIX en las que nunca falta un balcón. Algo profundamente identitario se juega en la necesidad de salir a los balcones y sin duda forman parte de la sociabilidad georgiana. Los hay abombados, alargados, con incrustaciones en piedra, de hierro labrado. La diversidad de sus formas y su recurrencia hipnotizan, especialmente de noche, cuando la impronta arcaica de la ciudad se intensifica bajo las luces tenues del modesto alumbrado público.

En ese paseo vale la pena llegar al panteón de Mtatsminda, sobre la colina del mismo nombre, a la vera de la iglesia de San Davit. Más de cuarenta de los grandes artistas y pensadores de Georgia están enterrados ahí, bajo frescas ofrendas florales: Vazha-Pshavela, Galaktion Tabidze, Ana Kalandadze. Para descontento de muchos, Ketevan Geladze, la madre de Stalin, también ocupa su lugar en el cementerio de los inolvidables.

En Mtatsminda, además de una de las mejores panorámicas de Tbilisi,  se goza de un silencio que se pierde cada vez más en la capital de este país al que el presidente Mijail Saakashvili insiste en llamar, desde el año 2007, “en transición”. La transición no refiere al capitalismo (eso ocurrió hace años), sino a lograr sumarlo a la Unión Europea y a la OTAN, y convertirlo en un polo turístico que atraiga vendavales de inversiones occidentales.

El visitante curioso no dejará de sentir en la piel las complejidades y contradicciones que atraviesan Tbilisi. Es una ciudad sensitiva; su estado de ánimo es evidente, y las alegrías y las asperezas de su ayer y su hoy no tienen intención alguna de ocultarse. Si cupiera describir a Georgia con un adjetivo humano, podríamos decir que es la antítesis del cinismo. La posmodernidad no ha pasado por aquí: es un país genuinamente clásico.

Y una de las zonas más clásicas de Tbilisi es el llamado “barrio viejo”, allí donde el rey Gorgasali decidió fundar su lugar de gobierno. No está demasiado claro dónde comienza y termina, pero basta caminar hacia el lado opuesto de Rustaveli, tomando la calle Pushkin si se quiere dar un rodeo largo, o la muy amena calle Leselidzis para adentrarse de inmediato, atravesando cafés, vinerías y santerías ortodoxas que conviven generosamente con mezquitas y sinagogas.

Uno de los hitos de viejo Tbilisi son los tres enormes baños de azufre sobre la calle Bath, a los pies de la fortaleza Narikala, levantada en el siglo IV. Sea cual sea el local que elija (recomendamos Orbeliani, con una monumental fachada de mosaicos azules de Asia Central), podrá bañarse en una habitación particular o pública, con personas del mismo sexo. Hay que llevar toalla y olvidarse del traje de baño; el azufre quiere cuerpos desnudos. Sumergirse en esas piscinas es un shock para la piel (por la alta temperatura) y para el olfato (por el nada agradable olor sulfuroso). Tras unos segundos, sin embargo, solo quedan los músculos deshaciéndose como la miel. Por unos laris más puede pedir un masaje: un hombre o una mujer, también desnudos, le friccionarán el cuerpo con una esponja rasposa y lo limpiarán de residuos urbanos que usted ni imaginaba que tenía bajo la piel. No hablarán más que georgiano y ruso, pero el cuerpo no conoce de lenguas: le señalarán cuándo darse vuelta, ducharse y volver a acostarse para continuar con esa fricción que parece un roce de los dioses. Al salir del baño y comprarse una de esas esponjas por diez laris, con la vaga intención de utilizarla en casa, seguramente tendrá hambre. No se puede hablar de Tbilisi sin hablar de la comida, esa que convenció a Dios de que los georgianos merecían el paraíso en la tierra.

 

Supra

La traducción literal de supra es “mesa”, pero para los georgianos significa festín, banquete, bebida en abundancia, diálogo, risas y buena compañía. Ningún restaurante de Tbilisi muestra un letrero que diga “comida casera” porque sería una aclaración redundante. Olvídese de las formalidades: los georgianos no hacen demasiada distinción entre entrada y plato principal. Les gusta colmar la mesa de sabores, colores y texturas, y cualquier mozo se extrañará si usted ordena solo uno o dos platos.

Los infaltables en el supra son la ensalada fresca de tomate y pepinos (y un ají picante escondido que comerán solo los valientes), varias porciones de una fina tarta caliente rellena de queso llamada khachapuri, y tablas del tradicional queso suluguni, en su versión seca, semi-dura y ahumada, de vaca o de oveja. El otro infaltable es el vino. La región vitivinícola del país es Kakheti (a unas tres horas de Tbilisi), y las uvas más populares son la tinta saperavi y la blanca rkasiteli. Pero el vino no es patrimonio de las bodegas; cientos de georgianos lo fabrican en sus casas. Cualquiera sea su origen, es dulce y templado, jamás ácido ni provocador, como nos han acostumbrado las estilizadas bodegas de Occidente.

En Georgia se come cerdo, vaca, cordero, cabrito, pollo y pescado, y el ajo, el cilantro y las nueces son la trinidad culinaria que acompaña a la mayoría de las carnes. El pollo satsivi, por ejemplo, se sumerge en una espesa salsa de nuez, la misma que se usa para rellenar alcauciles (kotmis). No debe haber nadie a quien no le fascine el phkali: una aromática crema de espinacas, espolvoreada con semillas de granada. Los georgianos están enamorados de la harina de maíz: el ghomi es una versión elástica de la polenta, y su pan mchadi, que se come caliente y con queso, recuerda a los sopes mexicanos.

Los khinkalis son quizá los bocadillos más queridos de Georgia, y los recomiendan para curar el exceso de alcohol. Se trata de una “bolsita” de masa hervida, rellena de cebolla, hierbas y carne picada, que se cuece en su propio jugo. Jamás hay que cortar un khinkali con cubiertos porque se corre el riesgo de empapar a todo el mundo: se toma suavemente con la mano, se mordisquea apenas, y se sorbe su néctar especiado.

El agua Borjomi es más consumida que la Coca Cola: gasificada y apenas salada, alivia la sed y la sensación de saciedad y abre lugar para seguir con el supra. Inútil describir más platos: la cocina georgiana es infinita; tal vez por eso desde tiempos inmemoriales quisieron hermanarla con Dios. Y tiene sin duda una acepción secreta; esa que hace sonreír a los georgianos al pronunciar la palabra: supra debe significar también felicidad.

 

Publicado en revista Travesías, México, 2012. Versión archivada aquí.