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@anaprieto

Sobreviviente

Estoy haciendo un curso intensivo y certificado de Primeros Auxilios. Cuando lo cuento me suelen preguntar cómo se me ocurrió hacerlo, pero a mí lo que me intriga es cómo esperé hasta ahora para inscribirme en algo así. Desde que contuve intuitivamente la hemorragia y los nervios desatados de una chica cuyo auto había chocado tras una fiesta universitaria hace más de 15 años, creo tener cierta pasta para reaccionar en momentos desesperados. Pero supongo que, al menos en mi caso, más que la pasta ha influido mi propensión a la ansiedad. Los ansiosos tendemos a ver tantos peligros por todas partes que a nuestras preocupaciones inexistentes no las llamamos 'pesimismo' sino 'realismo'. En cualquier caso, ya tengo 10 horas de Primeros Auxilios encima, y me faltan otras 25.

En la segunda clase aprendimos a hacer reanimación cardiopulmonar (RCP). Me enteré de que esta maniobra, que requiere mucha fuerza muscular y aplomo y que estuvimos practicando la mitad de la tarde con maniquíes de bebés, niños y adultos, no es necesariamente para que "el corazón vuelva a latir", sino para seguir bombeando oxígeno al cerebro cuando una persona está inconsciente y no respira, lo que de hecho supone que sus palpitaciones cardíacas han mermado o cesado por completo, pero una cosa es creer que uno está haciendo RCP para activar mecánicamente el corazón y otra bastante distinta es enterarse de que uno está reemplazando las funciones de ese corazón haciendo RCP. La responsabilidad es inmensa, importante e ineludible, incluso manipulando maniquíes.

La segunda mitad de la tarde la dedicamos al atragantamiento. Hay de dos tipos: el parcial y el total. Cuando alguien en plena comida empieza a toser y se incorpora poniendo cara de orco no hay realmente de qué preocuparse. Sin embargo suele armarse un escándalo alrededor y todos los presentes darán las instrucciones del caso, aprendidas mayormente en su círculo social primario: "¡Levantá el brazo derecho!" "¡Tomá agua!" "¡Que alguien le pegue en la espalda!", etc. Pero la tos es una reacción defensiva del cuerpo y da la señal de que el aire está entrando y de que, más temprano que tarde, la persona parcialmente atragantada volverá a la normalidad. En este caso, la única instrucción es "dejar toser" (laissez tousser).

Ahora bien, cuando la persona no tose, ni habla, y comienza a ponerse roja e hincharse como Schwarzenegger en las arenas de Marte en la divina e injustamente olvidada película Total Recall, llega el momento de actuar. Es cuando, nos dijo el instructor, lo ingerido se va por lo que conocemos con el impreciso nombre de "el otro tubo".

Ahí levanté la mano para contar de aquella vez en la que estaba yo en una fiesta. Era una fiesta lejos de la ciudad, llena de personas a las que conocía poco y con las que no estaba interesada, de momento, en iniciar conversación alguna. Llamémosle timidez, llamémosle hermetismo o llamémosle enojo porque apenas llegué al lugar supe que no quería estar ahí. Como sea, dadas esas tres circunstancias, me dediqué a comer. A comer mucho, se ve. Y a comer rápido, probablemente. Hoy no tengo forma de saber qué ocurrió con exactitud porque cuando recuerdo la escena, su efecto en mi memoria es como la de un mal sueño. Lo que sé es que fue un sandwich de carne y que no era el primer sandwich de carne que me zampaba. Y que, de pronto, no podía tragar.

Intenté de nuevo, y nada.

Otra vez, nada.

Y ya no solo no podía tragar sino que el tracto de deglución me dolía como si lo estuvieran prensando con dos tenazas de acero. Eso lo recuerdo bien: el bloqueo se sentía como si fuese obra de una pesada herramienta de albañilería, mecánica y helada. Pero la situación se me presentó en su horror verdadero cuando me di cuenta de que tampoco podía respirar. De que sobre todo no podía respirar. El aire no pasaba. No podía inhalar ni por la nariz ni por la boca. No era el tracto de deglución lo que bloqueaban esas tenazas frías sino la tráquea. El bocado atolondrado que me había mandado en mi solitario stand up ante la mesa de comidas se había ido, de lleno, por "el otro tubo".

Me volví hacia la fiesta; hacia todas las personas desperdigadas sobre el césped en parejas y tríos y que desconocía casi por completo. Amagué a acercarme para pedir algún tipo de ayuda, pero cómo pedir ayuda a gente que no comprende mi habitual gestualidad porque no la conoce. Además estaba el problema de la timidez. De no armar escándalo. Del qué dirán.

Pensé en el qué dirán.

Corrí dentro. No conocía esa casa. Pasé por la cocina, abrí una habitación, abrí otra y recuerdo -esto también lo recuerdo- que empecé a sentir leves abrasiones en los pómulos. Eran lágrimas pero yo no estaba llorando. Era mi cuerpo sin oxígeno el que se manifestaba derramando gotas calientes. Abrí otra puerta, una más, a la última la abrí con un ímpetu feroz. Había un chico dentro, mirándose al espejo. Lo tomé de la remera a la altura de la cadera y lo saqué. No sabía quién era, pero sí sabía que había llegado donde quería llegar: el baño. Trabé la puerta, me acuclillé ante el inodoro, metí mi mano derecha en mi boca, alcancé mi garganta, y extraje ese demonio macizo y cruel que la estaba obturando. Un pedazo de comida cualquiera al que me había abalanzado para no hablar con nadie. Lo arrojé al inodoro y, cauta, tiré la cadena. Respiré.

Sin tanto detalle, esto les conté a mis 40 compañeros de Primeros Auxilios y a mi instructor.

"Genial que nos hayas contado esa historia", dijo, "porque nos acabás de indicar todo lo que no hay en una situación de atragantamiento total".

A saber:

1. Alejarse de la potencial ayuda.

2. Encerrarse en un baño.

3. Sacarse el bocado con la mano.

Porque:

1. Estás alejándote de la gente que puede prestarte ayuda y que hará que tus chances de sobrevivir se multipliquen.

2. La gente no entra a un baño que ve ocupado. Podés morir ahí dentro sin que nadie se entere de que estás muerto hasta que la fiesta termine o hasta que se arme una cola tan larga que alguien tome cartas en el asunto y fuerce la puerta.

3. Al intentar sacarte el bocado con la mano podés en cambio empujarlo más al fondo.

Quedé horrorizada.

"¿Y cómo sobreviví?" le pregunté.

"Tuviste suerte", me contestó.

Suerte. Eso dijo.

Media hora después aprendí a hacer la maniobra de Heimlich.

Me voy a mi tercera clase.

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