Éramos unos cinco alrededor de un escritorio macizo atestado de papeles, vasos, cenizas, y un mínimo de tres botellas de Heineken tibia cubiertas con un repasador húmedo. Durante las dos horas que duraba el taller, la manaza de Alberto Laiseca recargaría vaso tras vaso. Recuerdo el televisor, siempre encendido en estricto mute. Recuerdo dos pastores alemanes en el patio, dos gatos sobre la cama, y todos sus libros forrados en un blanco ya amarillento.
Me gustaba pensar que tenía animales para evitar que “las máquinas chichi” –entidades maléficas que pueblan El jardín de las máquinas parlantes– penetraran en su monoambiente de Caballito. También me gustaba pensar que forraba los libros para que no se los robaran otros “esotes”. El jardín es una de mis novelas favoritas de la literatura nacional, y razón por la que me había inscripto al taller de Laiseca, tomaba cerveza tibia una vez por semana, e intentaba trabajar –en general con poco éxito– consignas del maestro tales como “Una lluvia, pero no de agua” y “Creyó que había caído la URSS, pero estaba loco”. Para esta última pergeñé una historia sobre Nancy Reagan y su mucama que a Lai le gustó y halagó durante un rato. Cuando lo que escribías, en cambio, no le gustaba, asentía con la cabeza, se volvía hacia otro alumno y no te decía nada. Pero lo mejor de esas noches, lo que toda mi vida guardaré como un privilegio, era el momento en que Lai nos leía clásicos de terror frente a su escritorio de literatura maciza: "Berenice" de Poe, "La pata de mono de Jacobs". “El clima es acogedor y aterrador”, le describí a un amigo por mail en ese entonces. “Como si estuvieras a merced de algo”.
Una vez, mientras nos leía, hubo una baja de tensión. El foco amarillo que iluminaba el cuarto se extinguió, y el televisor quedó en negro. El apagón no duró más de tres segundos, pero cuando la luz destelló de nuevo, el colosal Laiseca miraba alrededor con los ojos achinados de furia. Golpeó la superficie del escritorio con la fuerza de un vikingo y gritó “¡Déjense de joder!” ¿Quiénes? No dijo.
Intercambié miradas con mis compañeros. Hoy no recuerdo el nombre de ninguno de ellos, y a veces me pregunto si esta anécdota es cierta. Luego me digo que sí, que claro que lo es.
Publicado en Revista Ñ, diciembre 2016.