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@anaprieto

De cómo los juegos olímpicos nos hacen mejores terrícolas

Escribí este texto durante los Juegos Olímpicos de 2012.

Los Juegos Olímpicos que más había disfrutado hasta ahora fueron los de Moscú en 1980 y los de Estados Unidos en 1984. Los recuerdo bien porque me levantaba temprano con mis hermanas para sintonizar a las niñas ave de la gimnasia artística. Yo era muy chica y solo podía sentir un vértigo escandaloso en el estómago al verlas hacer cosas imposibles sobre paralelas y caballetes. No pensaba en los años que tenían que practicar para llegar hasta allí, ni en sus sacrificios, y los resultados nunca me importaron. Además estábamos en plena Guerra Fría, que en mi cabeza consistía en un botón de cada lado del mundo y unas personas vestidas de astronauta. En mi casa se solían decir cosas como “los deportes unen a los hombres”, y debía de ser así porque las mejores niñas ave venían del país que tenía uno de esos botones, y en 1984 les tocó ir a competir al país que tenía el otro, y la amenaza nuclear pasaba a ser una ínfula absurda, risible y de atorrantes pendencieros, comparada con el poder del cuerpo humano embutido en las mallas coloridas de muchachitas de quince años.

Los Juegos Olímpicos de Londres empezaron hace once días y hace once días que no apago el televisor. Si me toca dormir, pongo el reloj para no perderme las eliminatorias de esgrima o el lanzamiento de martillo; el viernes me olvidé de almorzar porque después del épico partido de Federer contra Del Potro empezó el atletismo, y me horrorizó saber que me perdería a Las Leonas contra Australia porque donde trabajo no hay televisor. Me maravilla hasta el éxtasis ver lo que el deporte hace con los cuerpos: los músculos retacones de los levantadores de pesas, los brazos elásticos de los nadadores, los hombros simétricos de las gimnastas, el pulso extraterrestre de los arqueros, las piernas mitológicas de las corredoras, los microsegundos que los jugadores de handball pasan suspendidos en el aire antes de marcar un tanto, los ojos de todos al mirar al equipo contrario. La felicidad del triunfo me provoca el deseo infinito de poder sentir lo mismo.

Porque cuando yo hago algo bien, difícilmente me ponga a gritar y a abrazar a nadie; a correr por toda la casa transpirada de felicidad.

Me he preguntado por qué estos Juegos me han entusiasmado más que cualquier otro desde 1984 y entonces hago un ejercicio de memoria. Cuando empezaron los Juegos Olímpicos de 1988 en Seúl, a mi escuela se le ocurrió hacer unas Olimpíadas Estudiantiles. Para participar tenías que estar en 5to o 6to grado y anotarte a los deportes que quisieras. No había preselección: ibas, te inscribías y esperabas al gran día. Yo elegí lanzamiento de bala, salto largo y salto alto.  Nunca corrí rápido así que solo me anoté a la carrera de resistencia porque la escueta respuesta del profesor de gimnasia a mi pregunta de qué había que hacer en una carrera de resistencia fue “no parar de correr”,  y me pareció la cosa más simple del mundo. La noche previa me acosté muy emocionada, fantaseando con la medalla que me darían nada más que por no parar de correr. ¿Cómo podría perder si la consigna era no dejar de hacer algo por un rato? ¿Cómo podría fracasar si yo había tomado la decisión de seguir corriendo?

La pista tenía 200 metros y había que darle cuatro vueltas. En total éramos unos 20 y me encantaría tener una fotografía de los segundos antes del arranque para mostrarles lo segura que estaba yo de ganar. Lo cierto es que resistí poco más de una vuelta antes de desplomarme. No me salí de la pista, no bajé la marcha, no me puse a caminar. Me desplomé.  Todo estaba lo suficientemente bien organizado como para que la enfermera de la escuela se abalanzara sobre mí, me mojara la cara, me mirara con pena y me hiciera a un lado para dejar el paso libre a los otros corredores, que sí aguantaron, que sí ganaron.

En el resto de las pruebas no me fue mejor (en mi favor concedo decir que quedé 4ta en el salto largo), pero el fracaso absolutista en la carrera de resistencia me puso ante una verdad que en mi cabeza de niña fue epifánica: la decisión no puede motorizar al cuerpo. Quiero decir que entendí, por primera y definitiva vez, que los deseos no son órdenes.

Veinticuatro años más tarde me pasa que hace once días que no veo los noticieros ni leo los diarios y que no me entero de nada más allá de los Juegos Olímpicos. Me parece muy importante, muy imperioso y vital, estar conectada con esas capacidades físicas que solo podemos ver una vez cada cuatro años, y mover a un tercer o cuarto plano el quilombo con el subte, la inflación desbocada, la desidia estatal y el hecho de que en dos meses me suben el alquiler. Ver los Juegos Olímpicos es para mí el equivalente a estar en el campo después de un largo año urbano y acostarme a ver las estrellas. Es recordar que el cuerpo viene de un lugar asombroso, y no puedo dejar de pensar que una fuerza mística y sincronizada hizo que en el día diez de los Juegos un nuevo explorador llegara a Marte.

Yo sé que detrás de las Olimpíadas hay dinero, intereses, doping. Que muchos triunfadores deben ser horrorosamente antipáticos, que a los atletas promisorios les perdonan faltas que a otros atletas les valen una descalificación, que hay asimetrías humillantes entre deportistas y mucha hipocresía en pos de la corrección política. Yo sé todo eso. Pero también sé que un muchacho de Granada, un país más pequeño que La Rioja y que fue devastado por el huracán Iván hace ocho años (verdaderamente devastado; solo el 10 por ciento de las casas quedó en pie), ganó el oro en los 400 mts. Sé que un esgrimista venezolano y huérfano le ganó al favorito estadounidense. Sé también de historias con menos sesgo de desgracia pero igualmente emotivas: ayer por la mañana el DT de la selección argentina de handball le decía a sus jugadores “¡No puede ser que nos metan esos goles de mierda!”, porque habían sido realmente dos goles zonzos los que acababan de hacer los tunecinos, y Argentina marcó inmediatamente otros dos tantos para reivindicarse. Sé que la entrenadora de la judoka brasileña que ganó el oro en la categoría 48 kgs. festejó más que la propia medallista y las dos me hicieron llorar frente a la pantalla recalentada de mi televisor. Sé que Del Potro y Federer jugaron cuatro horas y media pisándose los talones, que tuve taquicardia, que cuando todo terminó la gente los aplaudió de pie, y que el abrazo que se dieron fue genuino pero sobre todo fue algo que quienes no vivimos del deporte de alto rendimiento no vamos a entender jamás, y que tiene que ver literalmente con dos sistemas nerviosos apoyándose el uno al otro para que la adrenalina que pusieron a circular durante cuatro horas finalmente se apacigüe. Sé que el mundo está espeluznante y que cada día en Argentina nos levantamos con una noticia que nos arruina la digestión del desayuno, que cada mañana es un nuevo sobresalto, un nudo nuevo en las cervicales, que cada dificultad cotidiana no es tanto personal como atávica: que a cada minuto se actualizan en nuestra vida todos nuestros recurrentes desastres históricos.

Mi único mérito deportivo sigue siendo el haberme enterado de que mis deseos no eran órdenes, y sigo creyendo, como me enseñaron durante la Guerra Fría, que el deporte sí une a los hombres y que los atletas son un tipo de ser humano que puede definirse por albergar siempre alguna esperanza. 1980, 1984 y 2012 son mis tres récords de disfrute olímpico; esas dos semanas en que la pulsión pendenciera y jodida de nuestro mundo tan disfucional se deshace para recordarnos lo asombrosos, lo hermosos, que podemos llegar a ser.

 

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